El Athletic cayó frente al Real Madrid en la final de la Supercopa, y volvió a demostrar que lo que le ha llevado a la cima es la grandeza de saber caer.
El pasado domingo 16 de enero, se disputó la final de la Supercopa de España en Arabia Saudí, la primera de las muchas contradicciones que se vieron en el King Fahd Stadium. Con un escenario totalmente en contra de los intereses rojiblancos, los jeques desembolsaron sus millones para llevarse una competición española a terrenos árabes. Para expandir su marca, generar ingresos o, como diría Koke, jugar a 6.000 kilómetros de casa es necesario, “porque todo lo que sea crecer el club en cuanto a imagen y representación es importante” para el Atlético de Madrid. Prioridades.
Al Athletic, poco o nada le interesaba generar dinero, porque en el reparto de billetes, el club rojiblanco se llevó lo mismo que la edición pasada: 2,5 millones de euros. En un país que ha generado tanta polémica por la vulneración de derechos de las mujeres y del colectivo LGTBIQ+, lo coherente hubiera sido que el Athletic no hubiera disputado esta edición de la Supercopa de España. “Son sus normas”, decían algunos usuarios de Twitter. Cuando se atentan contra los derechos humanos, no hay normas que valgan. Sean de quien sean. El dinero volvió a vencer y la RFEF demostró una vez más que los aficionados somos meros espectadores. Nadie vela por nosotros.
Aún así, el Athletic salió a demostrar lo que mejor sabe: la grandeza que le ha llevado a lo más alto. Remontó un gol en contra de Joao Félix en la semifinal con dos goles de dos jugadores de la casa. Yeray puso el empate, y Nico Williams dio la campanada para llevar al Athletic a su cuarta final en un año. Ni con 30.000 espectadores vestidos de blanco animando al Real Madrid se rindió. Esa es su grandeza. Lo que nos ha hecho grandes no ha sido ganar títulos -que también-, sino demostrar que la cantera vale mucho más que cuatro jeques que se llevaron una competición nacional para convertir Arabia Saudí en su segundo Bernabéu.
El árbitro tuvo voz… y voto
Florentino se mostró contento, cómo no, tras celebrar la victoria con los suyos. Se sintió como en casa el cuadro merengue. Y, hasta el árbitro, que ni revisó un posible penalti de Alaba en la primera mitad tras tocar el balón con la mano en el área, se llevó regalo: una medalla por su buen trabajo. Di que sí. Coherencia en estado puro, porque luego una mano de Yeray sí que la vio y el VAR sentenció la pena máxima. Penalti y gol del Madrid. Lo de siempre.
Se nos olvidó una estadística: la neutralidad del colegiado. El Athletic nunca ha ganado con César Soto Grado, el árbitro de la final, y el Real Madrid nunca ha perdido. Además, el riojano dictó sentencia en el último encuentro en San Mamés, el pasado 22 de diciembre, saldado por 1-2.
El equipo de Marcelino disputó la final como local. Otra contradicción más que sumar a la lista. El resultado, al final, fue lo de menos. Viendo el panorama, desde el primer gol del Real Madrid estaba claro que el Athletic tenía poca, por no decir ninguna, posibilidad de rascar algo. Ni siquiera un empate para ir a una prórroga o una posible tanda de penaltis. Nada. Era muy difícil. Y, hasta cuando parecía que podíamos hacer algo tras la expulsión de Militao en el minuto 87, Raúl García falló un penalti. Courtois se vistió de héroe y sacó el balón con el pie. Ovación de todo el estadio para el meta blanco.
La grandeza de saber caer
Abucheos, pitos… era insufrible escuchar el ambiente cuando el Athletic mantenía la posesión. Jugamos como locales, pero no en casa. Esa fue la diferencia. Nuestros suplentes y no convocados fueron nuestra mejor y única afición. No me avergüenza decir que mi equipo es especialista en perder finales. Bucarest, La Cartuja, y ahora, Riad. El Athletic es más grande que un trofeo. Once futbolistas de la casa en nuestro once, frente a los diez extranjeros y un gallego que componía el cuadro inicial del Real Madrid. Y aún así, con tantas limitaciones en nuestra filosofía, cuatro finales en un año. Por valores, por cantera y por cuadrilla, peleando contra todo y contra todos. Díganme, ¿cómo no me voy a sentir orgulloso de mi equipo?